Iglesia

La Lora e el Gavillán
Padre Raúl Hasbún


Hoy, 8 de setiembre, celebra la Iglesia la fiesta de la Natividad de María. Si el nacimiento de Cristo, Salvador del mundo, continúa surcando nuestra historia con su estela de regocijo, unidad y paz parece justo y conveniente incluir, en su alabanza, la venida al mundo de quien lo trajo a este mundo.

La lógica divina no tiene por qué ajustarse a nuestra lógica humana. En estricto rigor, Dios no necesitaba salvar al hombre mediante la encarnación, pasión y resurrección de su Hijo divino. Tampoco Jesús necesitaba venir al mundo a través de una madre. Pero la salvación sucede como Dios la quiere, no como el hombre la imagina. Todo lo referente a María está marcado por la ley de la gratuidad. María existe y es como es, porque Dios la quiso y la quiere así. Lo que se afirma de la Iglesia vale con mayor razón de María: la Iglesia no puede hablar, perdonar, santificar sin Jesucristo; pero Jesucristo no quiere hablar, perdonar, santificar sino a través de la Iglesia. Dios siempre pudo salvar al mundo sin María; pero llegada la hora de salvar, hizo depender el comienzo de nuestra salvación del libre consentimiento que María prestó, según Santo Tomás, en nombre de todo el género humano.

Es célebre la homilía de San Bernardo sobre la Anunciación, cuando la Virgen se queda meditando lo que el Ángel le pide: "has oído, Virgen, que concebirás y darás a luz un hijo. Has oído que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta: ya es tiempo de que vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, condenados a muerte por una sentencia divina esperamos, Señora, tu palabra de misericordia. En tus manos está el precio de nuestra salvación: si consientes, de inmediato seremos liberados. Virgen llena de bondad: te lo pide el desconsolado Adán, arrojado del Paraíso con toda su descendencia. Te lo pide Abraham, te lo pide David. También te lo piden ardientemente los otros patriarcas, tus antepasados, que habitan en la región de la sombra de la muerte. Lo espera todo el mundo postrado a tus pies. Y no sin razón, ya que de tu respuesta depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación de todos los hijos de Adán, de toda tu raza. Apresúrate a dar tu consentimiento, Virgen, responde sin demoraÉ ¿Por qué tardas, por qué dudas? Que tu sencillez virginal no olvide ahora la prudencia. Virgen prudente, no temas en este caso la presunción, levántate, corre, abre. La Virgen dice: "he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y en ese momento, por gratuita disposición divina, la Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros.

Todo lo que Dios hace en María es gratuito. Pero no es caprichoso. Si la caída del género humano fue precipitada por la desobediencia de un varón y una mujer, quiso la lógica divina levantar a la humanidad caída mediante el mismo patrón: un nuevo Adán y una nueva Eva. Destinada a ser, como la primera, Madre de la vida, más aún, Madre del Dios que es y que da la vida, la dotó gratuitamente de un privilegio único: fue concebida inmaculada. No era mérito suyo, sino previsión y aplicación anticipada del mérito infinito que su Hijo conquistaría en la cruz. También el modo de la concepción de Jesús se ajustó a la ley de la gratuidad, ya que lo que enriqueció su seno virginal era obra del Espíritu Santo, amor infinito de Dios derramado en su corazón. Concluido su ciclo en la tierra, la misma gratuidad divina eximió a la Virgen de la corrupción del sepulcro, y la asumió en cuerpo y alma a la gloria celestial.

Esta simple enumeración de los privilegios marianos pone más de relieve el carácter de gratuidad que jalona todo el plan de salvación. Dios llama a los que quiere, sin méritos preadquiridos. Y cuando quiere a alguien muy cerca de Sí, lo colma de gracia en la medida correspondiente. A la mujer más cercana a Él, a la elegida para ser Madre de su Hijo divino, sólo cabía hacerla y llamarla "Llena de Gracia".

La gracia supone y exige el libre concurso de la naturaleza. Hay que responder a ella, mediante la obediencia y la fidelidad, siempre amasadas en el sufrimiento. De todo ello es testigo y maestra María. Por eso la devoción mariana se prueba, en la historia de la Iglesia, como el camino más cierto y expedito para vivenciar la salvación que gratuitamente se nos ofrece en Cristo Jesús.

Grandes Doctores y escritores de la Iglesia rivalizan en celebrar las glorias de María. San Anselmo dice que habiendo venido el Salvador al mundo por medio de María, es casi imposible que las gentes rehúsen ir a Él y convertirse y salvarse cuando se les predica la devoción a María. Los Padres Redentoristas tienen por reglamento no terminar una misión o ejercicios espirituales a la gente sin hacer un entusiasta sermón acerca de la misericordia de María Santísima. Y quizás ningún otro sermón resulta tan provechoso para la conversión de los pecadores.

"Señor, yo soy hijo de tu esclava", dice el salmo 85. "¿De qué esclava?, pregunta San Agustín. Y responde: "de la que dijo: He aquí la esclava del Señor". Según Santo Tomás, Dios no impuso a los padres un mandamiento de amar a los hijos, porque la misma naturaleza ha infundido en el corazón tal amor hacia ellos, que hasta las fieras más salvajes aman a sus hijos. María hace suya y nos repite la frase del mismo Dios: "¿puede una mujer olvidar su pequeño niñito y no sentir cariño por el fruto de su vientre? Pues bien, aunque esto pudiera suceder, yo nunca me olvidaré de ti" (Is. 49, 15).

San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, de cuya obra "Las Glorias de María" tomamos estas citas, nos ofrece cuatro razones por las que María nos ama tanto. La primera, es por el inmenso amor que Ella le tiene a Dios ("Quien ama a Dios, ame también a su hermano", 1.ra de Juan, 4, 21). La segunda, es porque su amado Jesús, poco antes de expirar, nos encomendó a Ella como hijos (Juan 19, 26). La tercera, es porque le costamos muy grandes dolores, y las madres aman y aprecian más aquellos hijos que más sufrimiento les han costado. Y la cuarta, es porque somos precio de la muerte de Jesucristo: la sangre de su Hijo, Cordero Inmaculado, derramada para nuestra salvación, marca objetivamente el valor que tenemos a los ojos de Cristo y del Padre celestial.

San Ignacio de Loyola enseñaba: "por mucho que ames a María, Ella te amará siempre mucho más de lo que la amas tú". Y el gran enamorado de nuestra Señora, San Bernardo, la llamaba "robadora de corazones". San Francisco de Borja no confiaba mucho en la perseverancia en la vocación de los novicios que no eran bien devotos de la Madre de Dios. Se lo advirtió una vez al encargado de la formación, y sucedió que todos ellos se salieron de la comunidad.

Se cuenta de un misionero que enseñó a su lora a decir: "Ave María". Se acercó un día un gavilán a matarla, y la lora dijo "¡¡¡ Ave María !!!" con tal fuerza, que el gavilán huyó despavorido. Si un enemigo irracional se espanta y aleja con esta simple plegaria ¿cuánto más lo hará el Enemigo del alma, cuando oiga que llamamos en nuestro socorro a la Madre de Dios?


    Para citar este texto:
"La Lora e el Gavillán"
MONTFORT Associação Cultural
http://www.montfort.org.br/esp/veritas/igreja/lora/
Online, 18/04/2024 às 00:31:18h